¿Qué sostiene la jurisprudencia más reciente sobre el tema? ¿qué planes están en la mente de nuestro legislador? Pues bien, con relación a la primera pregunta la última sentencia paradigmática en relación con la prueba ilícita es la STC 97/2019, de 16 de julio, que da un paso más en ese proceso de reducir el alcance de la regla de exclusión de la prueba ilícita que se deduce del artículo 11.1 de la LOPJ. La cuestión que se resuelve en este recurso de amparo es si dicha prohibición se refiere sólo a la prueba obtenida por los poderes del Estado, en el curso de una investigación, o también a la prueba obtenida por los particulares de forma ilícita. El demandante de amparo aparecía en la conocida como lista Falciani (el técnico informático del banco suizo HSBC que se apropió ilegalmente de datos de cuentas bancarias de la entidad) de manera que fue condenado porque en los ejercicios fiscales de los años 2005 y 2006 no declaró ser titular de diversas cuentas bancarias y activos financieros de los que disponía en la entidad bancaria suiza HSBC. Esa declaración de hechos probados se apoyó, como he dicho, en la lista Falciani, que se encontró en un registro del domicilio de Falciani y que fue después entregada por las autoridades fiscales francesas a la Agencia Estatal de Administración Tributaria española.
Recurrida en casación la decisión inicial de condena por entender que dicha información económica había sido obtenida ilegítimamente y de forma no autorizada por el trabajador –vulnerando así la intimidad del demandante–, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo declaró su validez en la Sentencia 116/2017, de 23 de febrero, rechazando la exclusión de la prueba ilícita.
Tanto ésta, como la Sentencia del TC que la da por buena, empiezan por afirmar que en materia de ilicitud probatoria y, en concreto, sobre la interpretación del artículo 11.1 de la LOPJ, hay que huir de “interpretaciones rígidas o estereotipadas que impidan la indispensable adaptación a las circunstancias e intereses en juego en cada caso”. Y en el caso concreto, es importante señalar que el Sr. Falciani nunca ha actuado “como una pieza camuflada del Estado al servicio de la investigación penal» pues, en caso contrario, la regla de exclusión probatoria sería plenamente aplicable.
La acción de un particular que se hace con unos documentos que acaban convirtiéndose en fuentes de prueba no puede equipararse con la de un agente de la autoridad que, en la investigación de un delito, personifica el interés del Estado en dicha investigación. Por tanto, lo que prohíbe el art. 11 LOPJ es la obtención de pruebas en el marco de un proceso penal.
A partir de estas sentencias, varias han sido la que se han hecho eco de esa inaplicación de la prohibición de prueba ilícita cuando la fuente de prueba la obtiene un particular. En la STS 457/2020, de 17 de septiembre, el recurso lo interpuso el condenado por un delito de abuso sexual continuado a su hija, cuando la fuente de prueba que dio origen a la investigación posterior fue un vídeo que aportó la pareja del condenado, que sospechando que algo turbio ocurría, colocó cámaras en la casa. Y, otra reciente, la STS 476/2020, de 25 septiembre, en un supuesto de condena por descubrimiento y revelación de secretos en el que el denunciante accede a su historial clínico y a los accesos no autorizados al mismo, que hicieron los condenados, pero lo hace sin autorización.
Con todo, el TS destaca que con esta solución no pretende establecerse una regla de validez general, por cuanto la conducta de un particular dirigida a hacer acopio de fuentes de prueba que van a ser posteriormente utilizadas en un proceso penal no queda exceptuada, per se, de la regla de exclusión probatoria.
El TC, en la Sentencia 97/2019 vuelve a apelar a la ponderación “de los intereses en presencia” (es oportuno resaltar la palabra intereses, que sustituye a la de “derechos”) para juzgar cuándo atenta contra un proceso justo, con equilibrio de fuerzas, con todas las garantías, la prueba ilícitamente obtenida. El recurrente en amparo entiende, desde mi punto de vista con razón, que no hay ponderación que valga, sino que el 11.1 de la LOPJ impone “una regla taxativa de inadmisibilidad de todo elemento de convicción que proceda de una vulneración de derechos fundamentales”. Para el TC, en cambio, resulta plenamente compatible con el derecho a un proceso con todas las garantías del 24.2. la interpretación efectuada por el Tribunal Supremo del art. 11.1 LOPJ, según la cual esta disposición legal no se refiere a cualquier violación de derechos fundamentales sino a la violación instrumental de sus derechos fundamentales que ha sido verificada, justamente, para obtener pruebas, no sólo por órganos del Estado, aunque en la mayor parte de los casos serán éstos los que cometan tal violación. Y estas circunstancias han de ponderarse caso a caso.
A continuación, se plantea el TC si esa ponderación en el caso concreto ha sido correcta, y para ello aplica los parámetros que ya había establecido en sentencias anteriores: En primer lugar, en cuanto a la índole y características de la vulneración del derecho, la tutela de la intimidad de los clientes se podrá llevar a cabo en los procesos civiles o penales inter privatos, pero dicha vulneración no lleva indefectiblemente a la inadmisión de la prueba que se deriva de ella.
En cuanto al resultado que ha producido la vulneración del derecho a la intimidad sobre el derecho mismo, su afectación, entiende el TC que se reduce a la intimidad “económica” (que se concreta en la existencia de una cuenta bancaria y la cantidad de dinero que hay en ella). Además, y esto es más desalentador, añade el TC que la intromisión en la intimidad se ha producido fuera del territorio español y “sólo el núcleo irrenunciable del derecho fundamental inherente a la dignidad de la persona podría alcanzar proyección universal”.
Continúa argumentando el TC que, por otro lado, tampoco se puede entender que admitir esta prueba pueda fomentar la intromisión ilícita entre particulares, porque en España no existen prácticas de opacidad bancaria amparadas por el poder público (por oposición a lo que sucede en Suiza). El TC no dice esto último, faltaría más, pero lo da a entender. Y es que, en España, sostiene el tribunal, la obtención por parte de las autoridades de datos bancarios a efectos de desarrollar investigaciones tributarias o penales está prevista en la ley y resulta plenamente asequible a través de instrumentos procesales ordinarios.
Pues bien, tanto la doctrina de la conexión de antijuridicidad como las otras excepciones a la regla de exclusión de la prueba derivada de la ilícita, en tanto excepciones a una práctica que se fundamenta en la protección de los derechos fundamentales, deben considerarse un ataque frontal a éstos. Ataque proveniente tanto del Tribunal Constitucional como del Poder judicial. Es preciso recordar que el TC tiene asignada como una de sus funciones principales, la de salvaguardar los Derechos reconocidos en los artículos 14 a 29 de la Constitución, ante cuya vulneración cabe interponer recurso de amparo.
Y, por lo que respecta al Poder Judicial, su legitimación, como bien ha señalado Ferrajoli, se fundamenta en su función de garantía de los derechos fundamentales y de averiguación de la verdad, según las reglas del justo proceso, y sobre esta legitimación descansa la que el autor llama “Democracia sustancial”1.
Prácticas como éstas constatan lo que constituye un secreto a voces, esto es, que la exclusión de la prueba ilícita, directa o indirectamente obtenida, molesta, es un estorbo no sólo para los órganos encargados de la investigación (policía judicial y otros cuerpos), eso ya lo sabíamos e incluso es humanamente comprensible. La regla de exclusión de la prueba ilícitamente obtenida y de la que se obtenga de ésta es la piedra en el zapato de la investigación criminal.
Lo relativamente nuevo (teniendo en cuenta que llevamos unos 20 años con esta nueva línea jurisprudencial) es que también lo sea para la judicatura. En la práctica, lo que era excepcional (exclusión de la prueba ilícitamente obtenida o de su reflejo) se ha convertido en regla y viceversa. La jurisprudencia inclina la balanza a favor del derecho del estado a perseguir y condenar a delincuentes (la eficacia del Estado), en detrimento de los derechos fundamentales.
Pienso que tanto la academia como la judicatura deberían tomar conciencia del peligro que ello supone y contribuir en lo que puedan a volver a inclinar la balanza en favor de la garantía de los derechos fundamentales. Y es que su debilitamiento o incluso destrucción, la historia lo demuestra, no sólo se produce por acontecimientos que de repente rompan con el estado de derecho, como puede ser un golpe de estado. La destrucción de garantías, de derechos, también se puede ir fraguando poco a poco, lo cual, precisamente, nos impide tomar conciencia de su realidad.
Entre la doctrina científica, tampoco encontramos una posición unánime al respecto, ni mucho menos. Para ilustrarlo me referiré a una polémica sobre la prueba ilícita que ha dividido a la doctrina, sobre todo a la procesalista. El debate afecta a dos cuestiones, relacionadas entre sí, que en un principio podrían entenderse como meramente procesales, pero sobre las que planea claramente la tensión antes descrita: más o menos garantismo: mayor o menor aplicación de la regla de exclusión, mayor o menor aplicación de las excepciones a la misma. Por un lado, a qué operador u operadores jurídicos le corresponde decidir sobre la ilicitud de una prueba (Si al juez de instrucción o al Juez decisor) y, por otro lado, en relación directa con la primera cuestión, cuál es el momento procesal oportuno para tomar dicha decisión (fase de instrucción o plenario).
El debate doctrinal cuenta con varios protagonistas, pero me centraré en dos autores, con posiciones encontradas que, para más inri, son maestro y discípulo: me refiero a Vicente Gimeno Sendra (recientemente fallecido), y uno de sus discípulos José María Asencio Mellado, debate que se produjo en una serie de artículos publicados entre finales de 2012 y 2013 en el Diario La Ley. Entendía Gimeno Sendra que la misión de la instrucción no consiste en la declaración de la ilegalidad de los medios de prueba, sino en la investigación y determinación del hecho punible y la responsabilidad de su autor. Al juez de instrucción no se le debería autorizar a efectuar declaraciones sobre la ilicitud de las pruebas. Es ésta una competencia del órgano jurisdiccional decisor, quien, bien en la comparecencia previa, bien en la sentencia, podrá declarar la inconstitucionalidad de tales pruebas, así como la extensión de sus efectos.
En cambio, para Asencio Mellado, la prueba ilícita y la derivada de la misma, deberían excluirse cuanto antes del proceso, en aras de una deseable higienización que evitase la metástasis procesal derivada de la prueba ilícita. Otra cosa es que, si no se ha hecho antes, se haga con posterioridad, que sería el mal menor. Así, sostiene que la “prueba ilícita, (…), debe ser decretada en la fase de investigación si ya se conoce, y, en su defecto, no ser admitida como prueba; si es admitida, no ser valorada; y, si es valorada, no ser tomada en consideración para fundamentar en ella la condena”2.
Desde mi punto de vista, el juez instructor no sólo es que pueda. Es que debe hacerlo. Es más, entiendo que sería el más idóneo para declarar la ilicitud de las pruebas. En cambio, al juez decisor no se lo deberíamos exigir. Al instructor compete dirigir la investigación para averiguar la verdad, pero dirigirla velando por el escrupuloso respeto a las garantías de los derechos en todas las actuaciones tendentes a tal fin, tanto de las partes, como de la policía judicial, etc. Se trata de que dirija la investigación pasando por el tamiz de las garantías las pruebas que pretendan aportar los actores involucrados. En ello se manifiesta su imparcialidad; si ésta no fuese necesaria en la fase de instrucción, tampoco lo sería la figura del instructor. Incluso el TS resalta este papel del instructor como juez de garantías3 (STS 86/2018, de 19 de febrero).
Una de sus funciones debería ser, por tanto, la de depurar el material probatorio, eliminando aquellas pruebas que no deben llegar al juicio oral, que no deben llegar al órgano decisor, y hacerlo bien de oficio, bien a instancia de las partes o del Ministerio Fiscal. Y es que, si es el juez decisor el que declara la ilicitud de una prueba, una vez que ha escuchado la grabación, o visionado el vídeo ¿Cómo podemos pedirle que se olvide de lo que escuchó o de lo que vio? El artículo 11.1 de la LOPJ dice que “no surtirán efecto” este tipo de pruebas. ¿Alguien se cree que el juez puede olvidarse de la verdad revelada por un medio ilícito, que no surtirán efecto sobre él? Consciente o inconscientemente, por supuesto que tendrán efectos en su decisión.
Si no mantenemos al juez que decide, apartado del material inconstitucional, la consecuencia es que será muy difícil que el juicio sea justo, por varias razones. En primer lugar, porque es imposible en esos casos aplicar el principio de duda razonable, que llevaría a la absolución. El juez ha formado su íntima convicción, sea consciente o no de ello, utilizando un material que nunca debería haber llegado al proceso. Y que produce el efecto de eliminar “su” duda. En segundo lugar, el conocimiento del medio de prueba que ha aportado al juez una fuente obtenida con vulneración de derechos aumenta la fuerza de convicción de las otras pruebas lícitas. Quizá éstas por sí solas, no serían suficientes para cumplir el estándar de prueba mínimo que justificase una condena, pero el juez “se convence” a sí mismo de que, en este caso concreto, sí lo son. En tercer lugar, no declarar la ilicitud de la prueba hasta llegar a juicio, a veces incluso en la propia sentencia, puede llevar al imputado a adoptar una estrategia de defensa que no le beneficia o, en el peor de los casos, que le perjudica. Sufre, por tanto, el derecho de defensa. Pero también puede sufrir la acusación que, contando con la existencia de un medio de prueba que luego es considerado ilícito, no se esfuerza por encontrar otros medios de prueba.
De acuerdo con lo dicho sobre el sujeto que debe encargarse de depurar el material probatorio ilícito el momento procesal oportuno para decidir sobre la existencia o no de prueba ilícita, debería ser la fase de instrucción o en todo caso, antes del juicio.
Por último, con relación a la cuestión de qué tiene nuestro legislador en mente, debo hacer una referencia al Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal, aprobado por el Consejo de Ministros en noviembre del pasado año 2020. En primer lugar, debo decir que el anteproyecto resuelve de forma muy satisfactoria el problema de la contaminación del juez que debe emitir sentencia, atribuyendo al fiscal la tarea de dirigir la investigación. Si en la misma son necesarios actos de injerencia sujetos a autorización judicial, deberá comunicarlo al llamado Juez de Garantías. Entre la investigación y el juicio oral se introduce una fase intermedia, dirigida por otro juez, el llamado Juez de Audiencia preliminar, que no actuará después en el juicio oral y que será al que corresponda someter a examen la actuado en la fase de investigación e impedir el acceso al juicio oral de las pruebas obtenidas ilícitamente. Y este desdoblamiento de funciones debe ser aplaudido: salvamos con ello la imparcialidad del órgano de enjuiciamiento, pues no se verá contaminado consciente o inconscientemente, por medios de prueba que, a pesar de no poder ser valorados, ya han conformado en su mente una idea preconcebida, un prejuicio, sobre el hecho que debe enjuiciar.
Pero si aplaudimos esta reforma, debemos poner un rotundo suspenso a la regulación de la prueba ilícita en los artículos 20, 21 y 617 a 621. Ya en la exposición de motivos explica el legislador que, en materia de prueba ilícita, recoge los criterios de la STC 97/2019, de 16 de julio, que (abro comillas) “cerrando por fin la doctrina constitucional sobre la materia exige un juicio de ponderación”. Curioso que el legislador no sólo proyecte el futuro, también se ocupa de predecirlo, porque ¿cómo sabrá que la doctrina constitucional sobre la materia ha quedado definitivamente definida en esa sentencia? El que pretende cerrar la cuestión de manera totalmente distinta a como estaba es el propio legislador.
En principio parece que artículo 20 consagra la regla de exclusión de la prueba ilícita, aunque hay que entenderla sensu contrario: “Artículo 20. Garantías probatorias. 1. Toda prueba de cargo deberá ser incorporada al proceso penal con pleno respeto al derecho de defensa y al derecho a un proceso con todas las garantías”.
Por lo tanto, sensu contrario, no se puede incorporar al proceso penal una prueba de cargo en la que se haya vulnerado el derecho de defensa o el derecho a un proceso con todas las garantías. Pero, en el artículo siguiente, el anteproyecto regula la exclusión de la prueba ilícita trasladando, casi literalmente, la doctrina de la STC 97/2019. Así, el artículo 21 reza: “1. No surtirán efecto las pruebas obtenidas con violación de derechos fundamentales cuando entre el acto de obtención de la prueba y su utilización en el proceso exista una conexión jurídica suficiente”. (no basta, por tanto, la relación causal, natural, siendo necesaria, además, la conexión jurídica, que existe, continúa el artículo:)
“cuando la violación consumada comprometa, por su índole y características, la equidad e integridad del proceso, cuando por su intensidad suponga un atentado grave contra el derecho fundamental vulnerado o cuando la admisión de la prueba pueda poner en peligro la eficacia general de dicho derecho, favoreciendo violaciones ulteriores” (el deterrent effect).
En primer lugar, hay que señalar que, por lo que parece, no se establece diferencia entre prueba directa y prueba refleja: la conexión de antijuridicidad afecta a ambas. Lo cual es una novedad, que va más allá de lo determinado por el TC, en el sentido de que en materia de prueba directa tampoco basta la relación causal, siendo exigible la conexión de antijuridicidad, lo cual cercena, aún más, el derecho de defensa en juicio.
Además, se deja una discrecionalidad enorme al juzgador para apreciar la índole y características de la violación, la intensidad de la misma, que suponga un atentado grave, o la apreciación del peligro de que en el futuro se vayan a favorecer las violaciones. Conceptos jurídicos indeterminados y discrecionalidad sin fin. Pero, además, continúa el artículo 21, se admitirán en todo caso las pruebas cuando las partes acusadoras puedan demostrar que habrían llegado a obtenerlas por un medio distinto y lícito. (Y, si es así, cabe preguntarse ¿por qué utilizaron un medio ilícito? ¿es que se excluye como prueba cuando se ha utilizado el medio ilícito porque no había otra forma de probar el hecho y, en cambio, se admite, cuando aun utilizando el medio ilícito, se demuestra que había otros medios lícitos para probar el hecho, pero, se ha utilizado el ilícito?).
2. En ningún caso se admitirán las pruebas que, directa o indirectamente, procedan de actos constitutivos de torturas, tratos inhumanos o degradantes”. (apartado éste que pone en evidencia que los anteriores se referían tanto a la prueba directa como a la indirecta).
En definitiva, la regulación del anteproyecto puede dejar sin contenido la regla de exclusión de la prueba ilícita: todo depende de la voluntad del juzgador, con lo cual se pierde una de las características básicas de la garantía de la exclusión de la prueba ilícita, cual es la certeza: todo depende de la voluntad del juez que pondera. Con el único límite, menos mal, de que la prueba proceda de torturas, tratos inhumanos o degradantes, pero sólo faltaba.
En todo caso, se trata de un anteproyecto de ley que, como sucedió con el de 2011, puede que se quede dormido en un cajón a la espera de mayorías parlamentarias diferentes.
1 Ferrajoli, L., Derechos y garantías, Trad. P. Andrés Ibáñez, Trotta, Madrid, 1999, p. 27.
2 ASENCIO MELLADO, José María, “La exclusión de la prueba ilícita en la fase de instrucción como expresión de garantía de los derechos fundamentales”, Diario La Ley, Nº 8009, Sección Doctrina, 25 de Enero de 2013.
3 Sentencia TS 86/2018, de 19 de febrero, “En nuestro ordenamiento la principal garantía para la validez constitucional de una intervención telefónica es, por disposición constitucional expresa, la exclusividad jurisdiccional de su autorización, lo que acentúa el papel del Juez Instructor como Juez de garantías, ya que lejos de actuar en esta materia con criterio inquisitivo impulsando de oficio la investigación contra un determinado imputado, la Constitución le sitúa en el reforzado y trascendental papel de máxima e imparcial garantía jurisdiccional de los derechos fundamentales de los ciudadanos”.