La Fabula de homine de Luis Vives: tradición clásica y dignidad del ser humano
Aprovecho la tribuna que me ofrece Vera Rostra, a la que deseo una larga y fructífera vida, para presentar un delicioso opúsculo, poco conocido por el gran público, de un autor que muchos citan, pero pocos conocen. Me estoy refiriendo a nuestro gran Luis Vives y su Fábula sobre el hombre, escrita en impecable latín, como, por cierto, el resto de su obra.
Luis Vives (1493-1540), desarrolló una brillante carrera fuera de su Valencia natal y de España a causa de su ascendencia judía. Llegó a ser el segundo autor más leído en la Europa de su época tras Erasmo de Rotterdam, del que fue gran amigo, así como lo fue de Tomás Moro o de G. Budé. Dejó su impronta intelectual en cortes como la de Enrique VIII de Inglaterra o en las prestigiosas universidades de Lovaina y Brujas. Nos legó una vasta obra, acerca de los más variados temas, siendo considerado precursor de ciencias como la pedagogía y la psicología. Para los juristas lectores de esta revista, será de particular interés su Sobre la concordia y la discordia en el género humano (1529), una de las primeras contribuciones al concepto de relaciones internacionales, basadas en el derecho natural.
El tema de la dignidad del hombre, entendido como ser excepcional dotado de libre albedrío, es tan antiguo como el Génesis, pero no será hasta el siglo XX cuando eclosionará normativamente con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En este largo camino, la contribución de los humanistas cristianos del Renacimiento fue crucial, con obras de todos conocidas, como el Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico della Mirandola.
Es en este contexto donde se encuadra la Fábula vivesiana, obrita juvenil publicada en 1518, tras su estancia en París, donde el autor entró en contacto con la obra de los humanistas italianos. Lejos de la hondura doctrinal del Discurso piquiano, que fue sin duda su referente y con el que “dialoga” tácitamente en algunos momentos, el opúsculo adopta la forma de un mito o fábula sobre la excepcional naturaleza humana, que protagonizan dioses romanos tras los que se enmascaran equivalentes cristianos fácilmente identificables.
La fábula nos cuenta que, durante un banquete en honor a Juno, los dioses son agasajados con una representación teatral organizada por Júpiter. En ella la Tierra hace las veces de escenario y en éste aparecen diversos actores con su máscara, entre los que destaca el hombre. En su actuación, se muestra consecutivamente como una planta (estado vegetativo), como diversas bestias sometidas a sus pasiones (estado animal), como ser sociable y cívico (estado racional), para llegar a los dioses menores (estado angélico), concluyendo con Júpiter (estado divino), ante el asombro de todos. El actor muestra a sus divinos espectadores la máscara teatral diseñada por Júpiter, que no es otra que el cuerpo humano con sus maravillosas funciones. Todo finaliza con una cena en la que participan los dioses junto al hombre y su máscara, que recibe el don de la vida eterna.
En la dedicatoria de la obra a su discípulo Antón de Berges, un joven noble flamenco, nos percatamos de inmediato de la profunda estima que se tienen maestro y discípulo. Aquél advierte a éste que, si sabe entrever las enseñanzas de esta fábula, podrá elevar su espíritu hacia la cumbre de la virtud por medio de la reflexión, siendo la virtud lo único que importa en la vida. Así, pues, ¿cuáles serían tales enseñanzas?
Habría un grupo de enseñanzas contemplativas, semejantes a las del Discurso de Pico della Mirandola, a saber: que el hombre es una criatura casi divina, que, gracias al libre albedrío, tiene la oportunidad de devenir en múltiples cosas (desde un vegetal a casi un dios); pero deja claro que lo que quieren Júpiter (Dios) y los demás dioses (los ángeles) es que, por imitación de Él, mude en algo semejante a Él, consiguiendo incluso la unión mística con Él, sentándose a su mesa por la eternidad.
A su vez, habría otro grupo de enseñanzas, menos contemplativas, más prácticas, y que reflejan el rumbo va a tomar la obra de Vives en adelante: tenemos que elevarnos imitando a Dios, pero no podemos ser Dios; el don que nos otorgó (la máscara, o sea, el cuerpo y sus funciones), además de permitirnos imitarlo y elevarnos hacia Él, tiene la finalidad práctica de la consecución de un sinfín de maravillas y de la adquisición del conocimiento (gracias al prodigio de la lengua y la memoria); este conocimiento no es un fin en sí mismo, sino el medio de alcanzar la virtud, que posibilita la construcción de una sociedad verdaderamente humana. No se nos antoja irrelevante el hecho de que, al final de la fábula, el hombre se vista, como el resto de los dioses, con la túnica de gala del ciudadano romano: Vives no podía dejar de distinguir al hombre con este honor cívico.
Con este opúsculo, Luís Vives se suma al debate humanista sobre la dignidad del hombre, con el espíritu lúdico que muestra en otras obras de juventud. Y toma como referente una obra conocidísima, el Discurso de Pico, con el que concuerda en algunos aspectos filosófico-teológicos, pero mostrando al mismo tiempo su faceta más práctica, más social, que desarrollaría en el resto de su vida. Brilla en la finura con la que el humanista ha sabido entramar la mitología clásica con el pensamiento cristiano y desborda entusiasmo y confianza en las capacidades del ser humano para superar cualquier reto y para construirse su propio destino.
Invito, pues a los lectores de Vera Rostra a que se sumerjan en la lectura de esta auténtica delicia, que pueden encontrar en versión bilingüe en este enlace o, para aquellos que deseen leerla en gallego junto con el Discurso de Pico y fragmentos de la Teología Platónica de Marsilio Ficino, en mi propia traducción publicada por Editorial Rinoceronte.