La gran mayoría de los graduados, una desconocida proporción de profesionales jurídicos y muchos profesores de derecho –según me temo– no tiene elaborada una respuesta a la pregunta qué es la justicia.
Esa laguna, que podría resultar en el mejor de los casos apenas una suerte de traba mental frente aquellas cosas que sabemos qué son con tal de que nadie nos pregunte acerca de ellas (el ejemplo del tiempo para Agustín de Hipona), no debería resultarnos rara. Ni la definición ni el esclarecimiento de qué es la justicia ocupa hoy un lugar preponderante en la formación de los nuevos juristas. Es cierto que la idea de justicia desborda el ámbito del derecho (decimos que «la vida es injusta» y hay acuerdos justos o injustos incluso entre piratas) y que el derecho se preocupa de aspectos diferentes al de su justicia. También es verdad que en la Constitución Española, la palabra «justicia» aparece diez veces, pero siete de ellas en el rótulo «Administración de justicia» mientras que en relación con la idea que nos interesa aquí apenas se dice que es un valor superior que inspira nuestro ordenamiento (junto con la libertad, la igualdad y el pluralismo político) y que emana (inquietante verbo) del pueblo. Con todo, la laguna debería resultarnos llamativa no solo porque una gran parte de los egresados vaya a desempeñar su trabajo bajo el auspicio de un Ministerio rotulado precisamente como «Ministerio de Justicia» (un Departamento ministerial definido redundantemente como responsable de preparar, dirigir y ejecutar la política del Gobierno en materia de Justicia) sino porque ¿no sería ciertamente extraña cualquier formación teórica (hoy teórico-práctica) que no se preguntara acerca de la finalidad, del sentido de tanto esfuerzo pedagógico material y espiritual (en un sentido no religioso del término)? ¿Para qué se educa y por qué se ejerce? ¿Qué justifica tantas horas consagradas al conocimiento detallado de las distintas ramas del ordenamiento? ¿A cuento de qué la memorización del cuadro que cobija las normas vigentes si no se entiende la razón de ser de los fines y las funciones?
Aunque es lícito y comprensible que cada docente mantenga y exponga una respuesta, la pregunta por la justicia y la laboriosa tarea de su elucidación (no tanto de la justicia en sentido subjetivo como virtud personal como en su sentido objetivo, como cualidad de una estructura social) se reserva habitualmente a la mirada trasversal, y sobre todo crítica (críticamente reflexiva) propia de esa parcela de la filosofía práctica que es la filosofía del derecho.
Pero, hete ahí que esa primera nota, la de ser la Filosofía del derecho una disciplina crítica y reflexiva, bien podría ser tenida como un insulto por parte de nuestros colegas responsables del resto de materias, ¿acaso no reflexiona críticamente acerca de las normas el constitucionalista o la persona encargada de la impartición de la historia del derecho?
Habitualmente se entiende que esa reflexión crítica tiene por objeto la dogmática jurídica o el análisis de la legitimidad, pero parafraseando, el célebre discurso de gradación del escritor norteamericano David Foster Wallace (Esto es agua) y su apelación al agua que rodea al pez como tropo de la realidad más obvia, ubicua, importante e… invisible, me gustaría señalar que la reflexión crítica a la que me refiero como propia de la filosofía es justamente la que pone el acento no tanto en la capacidad de reflexionar sobre el contenido o la legitimidad de las normas (aquí, la justicia sería definida como instancia crítica desde la que evaluar una norma vigente) sino la más amplia elección acerca de qué reflexionar.
Si dejamos de lado los seculares enfrentamientos entre colegas y esas cuitas departamentales que se pierden en la niebla de los tiempos, la misma variedad de respuestas ofrecidas por las distintas concepciones del derecho (realismos, iusnaturalismos, versiones del positivismo jurídico) y por el amplio elenco de teorías de la justicia (utilitaristas, comunitaristas, procedimentalistas, etc.) supone en la práctica un segundo problema que explica, en mi opinión, no solo la carencia con la que comenzábamos (no saber qué es la justicia) sino el abandono de definiciones sustantivas en favor de forzadas clasificaciones (cognocitivistas/ no cognocitivistas –en función de si se defiende que sea posible o no conocer el contenido de la justicia– materiales/ formales, etc.) o de encomios más o menos poéticos
La conocida sentencia de John Rawls «la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, así como la verdad lo es de los sistemas del pensamiento» pertenece a esa lisonja de la justicia conocida desde que Aristóteles en su magnífico análisis de los tipos (retributivo, distributivo, conmutativo) afirmara que la justicia es la más completa de las virtudes, aunque todavía finales del siglo XX, el título de la obra más conocida del norteamericano (Una teoría de la justicia) no solo suponga una exigente (y quizás en algún momento excesiva) reflexión que, pivotando en la equidad, conjuga el principio de igual libertad, el principio de justa igualdad de oportunidades y el principio de diferencia, sino, sobre todo, un debate aún incompleto, abierto y en absoluto conclusivo con otras teorías de distinto signo.
Hoy no hay teoría de la justicia que no asuma la misión de conciliar la igualdad y la libertad, pero ¡son tantas y tan distintas las concreciones –muchas de ellas incompatibles– de esos grandes valores!
Otras rutinas y automatismos que permiten esa desatención material a la que me refería al comenzar serían (y aquí listo sin ánimo de exhaustividad) las siguientes: identificación de la justicia como cuestión abstracta y ornamental (prescindible o alejada del concreto y serio ejercicio de las profesiones jurídicas); ubicación externa de la justicia en relación con el derecho (según una pésima lectura del modelo felizmente dominante: el positivismo jurídico constitucionalista); disolución de la respuesta en una serie inagotable de respuestas subjetivas según el infeliz modelo del relativismo de título posmoderno y su (un tanto cínicas) patologías de la capacidad de juzgar.
En mi opinión, las debilidades teóricas que dan lugar a todas esas respuestas tan típicas como insatisfactorias acerca de la justicia son básicamente tres: La primera es la querencia por soluciones meramente formales, circulares o tautológicas del tipo de la proporcionada clásicamente por Simónides de Ceos: «justicia es dar a cada uno lo que se le debe», reiterada siglos más tarde por el jurista romano Ulpiano: «vivir honestamente, no dañar a nadie y dar a cada uno lo que es suyo» (Iuris praecepta sunt haec: honeste vivere, alterum non laedere, suum cuique tribuere). ¿Qué se debe y desde cuándo? ¿Dónde dice que el reparto inicial fue equitativo? ¿Qué es lo suyo? Por poner solo un ejemplo de los problemas que suscitan estas definiciones basta recordar el orden que, respaldado por el derecho, garantizaba que cada cual recibiera lo suyo en el sistema de castas hindú, en el segregacionismo estadounidense, en la Alemania nazi, en la rigidez de clases en Inglaterra o en tantos ordenamientos que consagraron y aún hoy consagran la preterición de la mujer.
El segundo problema es el recurso acientífico propio del derecho natural (en mi opinión un oxímoron: el derecho es siempre un producto histórico y social) a la postulación de una suerte de mínimo común eterno y universal, un intento hermoso pero desmentido tanto por la fortaleza de la falacia que expusieran Hume o Moore (del ser no se deriva el deber ser) como por una antropología certificadora de la irreductible diversidad de la condición humana (ese mínimo consistiría solo en las distintas formas de limitación del incesto tal como observó Lévi-Strauss).
El iusnaturalismo no es la única concepción acientífica (pienso en el fatal olvido de muchas teorías contractualistas aún recientes acerca de que no hay individuos que precedan a la sociedad –el derecho no se aplica a la sociedad como si fueran dos realidades distintas sino que esta tiene una naturaleza intrínsecamente normativa), de otro lado, muchas teorías constructivistas (pienso ahora en Habermas) asumen, según lo veo, presupuestos contrafácticos que no hay lugar para desarrollar aquí. Pero si dejamos de lado estos paréntesis, la tercera aporía proviene de cierta visión superficial de la vía sociohistórica relativa a la constatación anterior. Dado que no hay valores universales ni eternos, ni existe una jerarquía revelada en relación con ellos, asumimos (con buen criterio) que tanto los valores habitualmente adyacentes (ayer la templanza, la prudencia, la generosidad; hoy la libertad, la seguridad, etc.) como el propio contenido de la justicia fluctúan en el devenir del tiempo. La idea de justicia varía también geográficamente. Las civilizaciones expresan diferencias e innovaciones. La armonía griega basada en la observación del cosmos, el idea feudal de la fidelidad o la fuerza bajomedieval dejan paso a la valoración del ingenio individual depositado en la empresa (Locke) o a toda esa serie de conductas cortesanas en la proximidad del poder que Norbert Elias estudió en su fabulosos Proceso de civilización. Las excavaciones histórico-filosóficas, tanto la genealogía de Nietzsche como la arqueología de Foucault resultan (y sé que esto es provocativo) desgraciadamente insatisfactorias en términos propositivos. ¿Qué debemos conservar? Hoy mismo, hay quien aduce la inconmensurabilidad de las visiones del mundo según distintos ejes laicos (occidente y oriente), económicos (norte y sur) o religiosos (cristianismo e islam). Conservadores, progresistas, liberales, anarquistas, tradicionalistas luchan por conservar o desterrar algunas instituciones del pasado, la nación, la Iglesia, el libre mercado, el estado de bienestar, ¿cuál es preferible?
Al otro lado de muchas de estas divisiones, el desafío que supone la construcción de un discurso cosmopolita acerca de la justicia y el orden universal –de Diógenes de Sinope a Francisco Suárez, de Kant o Hans Kelsen a la todavía incipiente y debilitada Organización de Naciones Unidas– se encuentra en mi opinión entre los más hermosos de la historia de la humanidad. Me incluyo entre quienes defienden sin ambages que los derechos humanos (como propuesta de código de validez universal) expresan hoy el contenido de la justicia: llamamos «justa» a una sociedad donde se respetan las garantías procesales, no hay discriminación por sexo ni raza, no se tortura, hay libertad de expresión, etc. Sin embargo, el enfriamiento del consenso postbélico que permitió el llamado «tiempo de los derechos» y el débil estado de la médula del sistema (la prohibición de tortura y el asilo) levantan dudas acerca del futuro. Incluso el esmerado y robusto esfuerzo expositivo del normativismo de la segunda mitad del siglo XX, paradigmáticamente de Norberto Bobbio (la justicia aparece como conjunto de bienes, derechos y principios garantizados por una técnica llamada derecho) tropieza a mi juicio con la incapacidad para prever, anticipar o conjurar objeciones del propio desarrollo histórico, por ejemplo, en términos de un posthumanismo incierto. ¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Desde que última convicción podríamos someter a crítica nuestro sistema de valores?
Entre las penúltimas aportaciones al universo de la justicia, encuentro interesante el cambio de ángulo que trazó Judith Shklar (primera mujer catedrática del departamento de ciencia política de la Universidad de Harvard) quien puso el acento en la víctima de la injusticia para aproximarnos a nuestro escurridizo conceptoi. En la línea de esta filósofa letona, el pragmatista Richard Rorty centra nuestro tema en una admonición tan mínima como lúcida: «lo peor que hay son los actos de crueldad».
Por acercarnos todavía más al modelo que, a mi juicio, resuelve mejor las debilidades o renuncias teóricas a las que hemos aludido tan brevemente atrás, en las últimas décadas también ha cobrado importancia la comprensión de la justicia desde algunos parámetros propios del arte y de la literatura. Profesores a medio camino entre el análisis de la imagen y la ética como Stanley Cavell, filósofos «estrella» como Žižek, inteligentes y divertidísimas periodistas como Hadley Freeman, o, en nuestro país, los meticulosos estudios auspiciados en la colección «Cine y derecho» dirigida hoy por Javier de Lucas y Fernando Flores muestran con distintos tonos, públicos y prioridades temáticas la capacidad que tiene el cine para intuir y penetrar en los problemas morales, éticos y jurídicos. La distinción entre imaginación y fantasía, las interrelaciones entre categorías estéticas como el bien y lo sublime en obras tan inspiradas como las de la irlandesa Iris Murdoch que avanzan tanto en las conexiones entre arte y moral como en el análisis de la deshumanización en los totalitarismos (tratado modélicamente por Arendt) me parecen referentes muy valiosos para empezar a sostener una concepción cultural del derecho. En Justicia poética, Martha Nussbaum diagnostica que los servidores públicos leen cada vez menos literatura y da imperiosas razones a favor de la integración de la imaginación literaria como forma de ampliar la empatía y conocer la complejidad de los conflictos humanos, una invitación –la de tener en cuenta la contribución de la novela a la vida moral y política– dirigida, pues, no solo a las escuelas donde se modelan las primeras percepciones del mundo, sino también «en nuestras instituciones de enseñanza política y de estudios de desarrollo, en nuestros gobiernos y tribunales, e incluso en nuestras facultades de derecho –donde se moldea y alimenta la imaginación pública–, como partes esenciales de una educación para la racionalidad»ii.
La integración de las manifestaciones culturales (cinematográficas, musicales, literarias, etc.), me parece fundamental para una comprensión cabal del universo de la justicia, y en particular del conflicto humano (o entre humanos). No obstante, como a la propia Nussbaum no le pasa desapercibido, si tomamos como ejemplo las novelas de Dickens, su lectura muestra aspectos sobre la compasión para los pobres y los niños abandonados (por cierto, ¿también para los menores extranjeros no acompañados?), pero no los modos particulares que nuestra sociedad inhibe esa misma compasión por personas de otra raza, religión u orientación sexual. La autora debe recurrir a Richard Wright o a E. M. Foster para indagar en algunas de tales cuestiones. Lo que evidencia ese desplazamiento temporal a mi juicio es la idea de evolución en la propia sensibilidad y cierta insuficiencia del modelo Law and Literature. Una insuficiencia que avala sobre todo, la necesidad de contar con una teoría de la cultura donde integrar todas esas manifestaciones culturales interesantes para nuestro universo legal y axiológico y en especial una teoría de la cultura que tenga en cuenta los tránsitos peculiares del presente hacia el porvenir: una dimensión cultural narrativa atravesada por un componente valorativo. Corresponde al constitucionalista alemán Peter Häberle el acierto de comprender y valorar esa suerte de acumulación de grandes textos clásicos del derecho, ciencia, arte y la literatura que se sitúan en la base de una ciencia de la constitución como «ciencia de la cultura», pero en su extraordinario análisis del solapamiento cultural se echa de menos, a mi juicio, una mayor atención al significado de la alteridad y a la naturaleza siempre híbrida de los elementos cosmopolitas.
Así, pues, creo que la mejor forma de proporcionar una definición no solo operativa sino ilusionante de la justicia consciente de las aporías apenas apuntadas atrás sería incardinarla en una determinada perspectiva cultural que conforme a la vez un tipo de relato donde la esencia del derecho (por decirlo con ecos de Gustav Radbruch) es (al igual que la novela) tendencialmente universal. Esto supone primero asumir una visión pluridimensional del derecho del tipo de la planteada por Miguel Reale, que defendía, como resultará de sobra conocido, que se puede hablar de derecho al menos desde tres perspectivas: formal, social y valorativaiii: una visión integral que tiene en cuenta la totalidad dialéctica de sus elementos: normativo (norma), factual, social e histórico (hecho) y ético-moral (el valor de justicia que quiere preservarse). A través de las múltiples formas de correlación entre hechos, valores y normas surgen y se desarrollan círculos de experiencia jurídica, los cuales, a su vez, se influyen recíprocamente.
Ahora bien, la cultura no quedaría subsumida en la dimensión axiológica como explicación de las objetivaciones históricas de determinados valores, sino que, comprendiendo lo racional y lo irracional, la antropología, la biología y la filosofía de la cultura desborda esa dimensión reclamando un estatuto propio como dimensión cultural del derecho que constantemente los estima y los abandona, los conserva o los perfecciona.
¿Qué lugar más específico ocupa la justicia en esta perspectiva cultural narrativa y universalista? Aquí es donde es indispensable primeramente, a mi juicio, asumir, elegir, preferir una acepción de la cultura, necesariamente metafórica que la ligue al crecimiento. Y, precisamente, en la filosofía y la literatura alemanas hay dos palabras para referirse a la cultura: Kultur y Bildung, términosque remiten a una dualidad básica de sentidos. La primera refiere el conjunto de instituciones que determinan la originalidad de un grupo humano, mientras que Bildung se orienta a la acción formativa de algunas obras del arte y de la literatura sobre el sujeto. Estas dos ideas cobraron forma en una acepción subjetivista y una objetiva del término, la primera ligada a la educación de individuos; la segunda –de cuño antropológico– al folclore de los pueblos. Bajo la primera, la esclavitud, las formas de castigo corporal o las corridas de toros son cultura, bajo la segunda se superan racional y emocionalmente tradiciones y tabúes (por ello la Bildungroman o novela de formación expresa el crecimiento que sigue al viaje o al sufrimiento, al cambio en todo caso y en cierta forma al aprendizaje tras una decepción): el testimonio de la abolición de la esclavitud, la historia de la lucha por los derechos de la mujer, el texto de Beccaria contra la tortura, la conquista de los derechos civiles, el estado social de bienestar o la protección de los animales constituyen precisamente el hito cultural.
Dicho de otra forma, la dimensión cultural del derecho se integra en una definición de derecho esencialmente perfectible y tendencialmente universalista como «fruto» de un tipo de evolución cultural expresada narrativamente que es a la vez una extensión de la sensibilidad hacia todos los seres humanos. No hace falta suscribir la conocida tesis hegeliana sobre el progreso de la razón para reconocer que, a pesar de todos sus altibajos, si ampliamos el marco temporal, lo bien cierto es que la historia del derecho tiene carácter progresivoiv. En La democracia en América, Tocqueville escribió sobre el progreso imparable de la igualdad de condiciones y la subsiguiente instauración de la democracia en el mundo; la interdicción de la tortura procesal, la discusión racional y el análisis crítico que el Siglo de las Luces hizo del derecho civil, la separación de poderes o la libertad de conciencia hitos culturales que apuntan a una evolución jurídica en términos de madurez. La sensibilidad, las emociones, la simpatía no están al otro lado de la razón, sino que son parte de una y de la misma cosa. Dicha evolución es valiosa en un plano meramente material porque mejoró las condiciones de vida de las personas y es preferible a otras porque permite sostener un fértil universo de planes de vida, creencias y dinámicas sociales y políticas tendentes a una felicidad consciente del equilibrio y los límites.
La integración de la idea del progreso en el concepto de cultura que resulta funcional a la idea de justicia no es etnocéntrica (la misma Grecia antigua como locus cultural es un crisol de contactos de pueblos situados en África o en Asia Menor) tampoco resulta estrictamente de los valores típicos del universalismo del tiempo de la Ilustración, al menos no es su totalidad. Las finas diatribas de Kierkegaard a Nietzsche, de Kafka a la Escuela de Fráncfort aconsejan una serie de cautelas críticas. Además, por poner solo un ejemplo muy gráfico sobre la dificultad de definir u objetivar la justicia de un momento tan particular (incluso a partir de la indispensable tríada por realizar: libertad, igualdad, fraternidad), basta fijarse en el principio del mérito (un criterio de justicia –a cada cual según su mérito– muy debatido en la actualidad): la idea de que las posiciones sociales deben desvincularse de los privilegios natalicios es sin duda un hito de la historia cultural, sin embargo, la concreción de ese mérito como suma de esfuerzo y talento no deja de ser una concreción epocal. ¿Deberán seguir valorando el «sudor» o los réditos financieros las sociedades donde las máquinas desempeñen el trabajo que antes hacían los hombres? ¿Se dará más al que más tiene o se retomará la célebre inversión que expuso Marx en su Crítica al programa de Gotha: «a cada cual según su necesidad»? Con mayor rotundidad: si la inteligencia del futuro –como muestran con excepcional claridad historiadores exitosos como Yuval Noah Harari– será modelada por el desigual acceso a mejoras bio-tecnológicas propias de una ingeniería biogenética, los ricos o los superricos con su privilegiado acceso podrían enarbolar una mejor aptitud tanto física como psicológica sin que ese nos parezca a muchos un futuro moralmente deseable. De otro lado, ¿no es hoy la justicia una cuestión relativa ya no a la pobreza sino a los límites de la desigualdad? Tampoco es descartable que, como costado positivo del actual «giro emocional», en una sociedad del futuro determinadas habilidades humanas relacionadas con la comprensión, la empatía y el afecto en el cuidado de los seres humanos, los animales y las plantas sustituyan los méritos relacionados con el coeficiente de inteligencia que a su vez sustituyeron un día al mérito del guerrero feudal.
Por último, de acuerdo con nuestra perspectiva, la justicia es un fruto (tropo que prefiero a la idea de producto) cultural resultado de la conjugación de ideas y de la evolución de un complejo entramado pluricausal de elementos socioeconómicos, ideológicos y simbólicos pero también de golpes que llevan a dudar del dinamismo dialéctico. La metáfora del crecimiento herido es interesante para la comprensión del tono anímico de esta dimensión nada optimista y sin embargo esperanzada.
La idea de justicia que me ha interesado destacar aquí tiene a la humanidad como sujeto protagonista de una historia que supone un capítulo apasionante de la vida en la Tierra. Crecemos, nos formamos, después de golpes y maestros, caídas y lecciones, sueños y decepciones, pero el pasado colonial, el horror de la esclavitud, el inimaginable horror de la Shoa y sus millones de seres humanos asesinados fría y sistemáticamente, las limpiezas étnicas, el indecible destino de África, aconsejan tratar de la justicia desde una cierta melancolía no exenta de escándalo (al modo del ángel de la historia de Paul Klee en la conocida interpretación de Walter Benjamin), la historia como una catástrofe sobre catástrofes. Es por ello que la idea de justicia bajo una perspectiva cultural no puede prescindir de la verdad: la verdad es lo único que les queda a las personas que fueron aniquiladas, humilladas, torturadas. El carácter crítico y acumulativo de esa cultura en la que crece la justicia debe ser cosmopolita y tendencialmente universal, melancólico y herido, tal es la naturaleza de nuestra fragilidad como especie y de los problemas gravísimos que la acucian: el calentamiento global, el aumento de la distancia socioeconómica por el cual una minoría de privilegiados acumula más recursos que millones de seres humanos, la fragilidad cósmica, el fanatismo.
La depuración de las técnicas jurídicas primitivas, las exigencias del garantismo (Luigi Ferrajoli), el éxito de las sanciones «positivas» (a modo de incentivos en la teoría de Norberto Bobbio), la cuestión existencial del derecho internacional (Ronald Dworkin) y su perfeccionamiento, la desmercantilización de bienes asociados a las necesidades básicas (vivienda, salud y educación), la renta universal y el fin del trabajo, pero también la crisis metafísica y civilizatoria en la que nos encontramos son solo algunos de los desafíos que podrían debatirse desde esa idea de humanidad en común y los corolarios (solidaridad, cuidado, sensibilidad moral y destino compartido) de ese hermoso concepto «vivo» (la justicia) sobre el que hemos tratado de reflexionar aquí.
i Judith Shklar, Los rostros de la injusticia, trad. Alicia García, Barcelona, Herder, 2013.
ii Martha Nussbaum, Justicia poética, trad. Carlos Gardini, Andrés Bello, Barcelona, 1995, p. 33.
iii Miguel Reale, Teoría tridimensional del Derecho: una visión integral del Derecho, Madrid: Tecnos, 1997. Id., «Situación actual de la teoría tridimensional del derecho», Anales de la Cátedra Francisco Suárez, núm. 25, 1985, pp. 203-224.
iv Peter Häberle, Teoría de la Constitución como ciencia de la cultura, trad. Emilio Mikunda, Madrid: Tecnos, 2000, pp. 39 y ss.