
Las razones de los jueces: valor y función en el marco de un estado constitucional
1.- El cambio de paradigma en la concepción del razonamiento judicial.
La tarea judicial más pública y relevante para la comunidad, la que llevan a cabo los jueces cuando motivan o justifican sus fallos, es comprendida desde finales del siglo pasado desde una nueva perspectiva que ha servido para revalorizarla, y para subrayar su contribución a la hora de reconstruir la estructura y contenido del orden jurídico.
Esta nueva perspectiva puede describirse como una superación de otras dos que, en contextos históricos y culturales diferentes, lograron una cierta hegemonía. La primera es habitualmente conocida como “formalismo”, y la segunda como “realismo”.
Para el formalismo, los fundamentos de una sentencia son esencialmente menciones de las leyes positivas que describen el caso. La tarea del juez es, en primer lugar, una tarea pasiva de descubrimiento de estas leyes: se presume que el derecho contiene una solución objetiva y predeterminada para el caso. En segundo lugar, el juez construye un razonamiento jurídico muy simple en su estructura, y que consiste en atribuir al caso la solución prevista en la ley. De ese modo, el razonamiento judicial puede ser descrito como un ejercicio de reiteración de lo que dice el legislador en relación con un caso particular.
Para el realismo, los fundamentos jurídicos de las sentencias son instrumentos de un discurso mediante el que los jueces tratan de persuadir a la comunidad de que su veredicto es la solución más justa a un determinado conflicto social. La tarea de los jueces es ahora activa y creativa: lejos de presumirse que el derecho contenga una solución objetiva y predeterminada para cada caso, el modelo interpreta que no hay otra solución que la que dicta el juez a posteriori en su fallo, una solución que puede ser praeter legem e incluso contra legem. Lo que hemos llamado razonamiento judicial no es un razonamiento lógico en sentido estricto, sino un discurso en el que el juez recurre a cualquier argumento persuasivo que sea admisible por las convenciones deontológicas o profesionales de su comunidad. Por último, estas facultades creativas no pueden interpretarse como facultades legislativas o de promulgación de normas generales: el realismo es una perspectiva casuista o particularista; el juez se limita en su fallo a solucionar un caso concreto, y es una cuestión abierta y dependiente de los jueces futuros si estos lo secundarán cuando aborden casos idénticos o parecidos.
Como adelanté, la influencia de estas dos concepciones se ha visto menoscabada por la emergencia, a finales del siglo XX, de un tercer modelo al que suele denominarse “principialista” o “constitucionalista”. Estas dos etiquetas revelan un hecho significativo y al que me referiré después: el arraigo del modelo en el contexto de un Estado constitucional.
A diferencia del modelo realista, el nuevo paradigma presume que el sistema jurídico contiene una respuesta objetiva para cada problema suscitado. De ese modo, los fundamentos jurídicos de las sentencias no constituyen un mero discurso retórico confeccionado artesanalmente por el juez con el fin de persuadir a la comunidad de lo que le parezca justo: deben constituir un razonamiento objetivo en el que tanto las razones como la conclusión puedan ser interpretadas como enunciados normativos atribuibles al sistema jurídico de la comunidad.
Pero, a diferencia del formalismo, la tarea que desarrollan los jueces en sus razonamientos no puede reducirse a una tarea pasiva de descubrimiento y reiteración de leyes positivas. Especialmente en la solución de casos difíciles, es posible que las conclusiones del razonamiento judicial formulen reglas generales preexistentes del sistema jurídico, pero que permanecían implícitas o subyacentes; por su parte, las razones de las que se derivan estas conclusiones reconsideran las normas más abstractas y generales del orden jurídico, y presumen tareas como examinar su significado más profundo, sus implicaciones y su coherencia recíproca. Lejos de descubrir que una ley escrita prevé literalmente un caso, los jueces realizan una tarea de reconstrucción en la que, removiendo muchas veces las normas más profundas y examinando sus conexiones menos visibles, logran reflotar una norma subyacente que no conocíamos. El resultado es que los jueces, reconstruyendo esta norma, reconfiguran el sistema jurídico, y nos aportan un mejor conocimiento de su composición y estructura. Por recurrir a ejemplos sencillos y conocidos, gracias a la STC 12/1982 de 31 de marzo conocimos la regla de la especial protección de la libertad de opinión (art. 20,1 CE) por su contribución a la formación de la opinión pública libre y al pluralismo político; gracias a la STC 165/1987, conocimos que la protección de este derecho alcanza un máximo nivel cuando es ejercitada por profesionales de la información, pero, desde la STC 214/1991, sabemos que ello no faculta para “efectuar manifestaciones, expresiones o campañas de carácter racista o xenófobo”.
La conclusión es que no conocemos la composición profunda y completa del sistema jurídico hasta que no atendemos a las razones del juez. El juez no es un legislador que promulgue normas mediante sus sentencias; sin embargo, conocer sus razonamientos es una condición de posibilidad para que conozcamos la arquitectura del sistema jurídico.
En lo que sigue, trataré de compendiar las razones que explican y justifican este cambio de paradigma. En primer lugar, abordaré el tema desde la perspectiva filosófica y normativa. En el apartado 3, la perspectiva filosófica añadirá algunas consideraciones históricas, porque trataré de contextualizar este cambio en el surgimiento y desarrollo del Estado constitucional.
2.- La filosofía del nuevo paradigma.
Si preguntamos qué ha propiciado la emergencia de una concepción novedosa de razonamiento judicial, lo lógico sería referirse a la nómina de autores que, a partir de las últimas décadas del siglo XX, han teorizado esta nueva propuesta de forma destacada. Habría que mencionar, a modo de ejemplo, teorías como las de R. Alexy, A. Peczenik o M. Atienza en Europa, y las de R. Dworkin o R.S. Summers en Estados Unidos.
Sin embargo, creo que el autor que ha mostrado con más sencillez la exigencia de superar tanto el formalismo como el realismo es un teórico algo anterior a los mencionados y que, también a diferencia de estos, trató de mantenerse fiel a una concepción positivista del derecho. Me refiero al filósofo del derecho inglés H.L.A. Hart. En un artículo publicado en 19771, Hart acusaba a los cultivadores del modelo formalista de haberse instalado en un “noble sueño” ajeno a la realidad; por su parte, el realismo le merecía ya la consideración de una “pesadilla” de la que más valía despertar cuanto antes.
El realismo disuelve el rasgo más preciado y distintivo del derecho: su normatividad, su integración mediante reglas generales que atribuyen las mismas soluciones a los mismos casos. Al realismo le es inherente un casuismo o particularismo según el cual el modo como los jueces resuelven un caso solo nos permite aventurar una probabilidad empírica de cómo lo resolverá otro juez mañana, pero no concluir una vinculatoriedad normativa.
La “nobleza” del formalismo reside precisamente en su esfuerzo por plasmar estas virtudes de equidad o trato igual inherentes a las reglas generales, así como las aspiraciones de certeza y seguridad en la vida social. Sin embargo, el formalismo vive un sueño engañoso: la previsión de que todos los casos relevantes son siempre subsumibles dentro del supuesto de hecho de una regla, y que esta subsunción es siempre demostrable recurriendo únicamente a la caja de herramientas que proporciona el conjunto de reglas positivas y escritas. Hart explica esta imposibilidad recurriendo a sus conocimientos de teoría del lenguaje. Los campos semánticos de los conceptos, incluidos los conceptos jurídicos, no son como los mapas políticos, áreas perfectamente separadas mediante fronteras precisas. En cada campo semántico hay un área definible mediante criterios claros y compuesta de casos y supuestos claramente pertenecientes a dicho campo; pero esta se halla rodeada de una “zona de penumbra” en la que el intérprete ya no puede ver con claridad, de forma que tropezará con una lista de casos o supuestos difíciles que pueden estar razonablemente tanto dentro como fuera del campo semántico del concepto. De ese modo, el razonamiento judicial no puede reducirse a un silogismo simple en el cual, según el formalismo, el juez detecta que las circunstancias de la premisa menor (el caso particular) encajan en los conceptos de la norma general: en muchos casos difíciles, el caso particular entra dentro de la “zona de penumbra” del concepto jurídico; y, cuando eso ocurre, el veredicto no procede de un silogismo simple, porque queda sin responder la pregunta de qué ha justificado nuestra decisión de incluir o no el caso particular dentro de los conceptos del supuesto de hecho de la norma.
Ahora bien, los argumentos de Hart frente a realismo y formalismo dejan un problema pendiente: ¿cómo justificar entonces si el caso particular pertenece o no al supuesto de hecho de la norma jurídica? En los casos difíciles, Hart descartaba una solución que recurriera a un razonamiento moral objetivo fundado en principios y valores. Esta exclusión es comprensible desde la mencionada concepción positivista del derecho de Hart, siempre interesada en aislar la discusión jurídica de la discusión moral. También es comprensible si tenemos en cuenta que el derecho inglés, la tradición desde la que escribe Hart, carece de una constitución escrita, receptáculo habitual de principios y valores morales. Hart no solo excluye una solución moral objetiva, sino que, además, se muestra escéptico sobre su existencia: no cree que podamos justificar racionalmente que un juicio o regla moral sea la solución moral objetivamente correcta a un problema2; y, si varios principios o valores morales entran en conflicto, tampoco cree que podamos jerarquizarlos o ponerlos en orden justificadamente3. La consecuencia es que, en los casos difíciles, la caja de herramientas se ha agotado, y la prescripción de Hart es que los jueces resuelvan estos casos discrecionalmente, según su propio criterio. De ese modo, los jueces ejercen en estos casos una labor genuinamente creadora, y las razones o motivos que aducen son innovaciones genuinas fundadas en su autoridad.
Los presupuestos teóricos de Hart parecen empujar su concepción del razonamiento judicial no a la superación que pretendía, sino a una mezcla heterogénea de formalismo y realismo: se presume el modelo formalista en los casos claros y el realista en los difíciles. Hart discreparía enérgicamente de esta lectura, en especial de su adscripción a las tesis realistas en los casos difíciles: entre otros argumentos, no dejaría de observarnos que la discreción no implica cerrar los libros de derecho, ni la búsqueda de guías y de patrones que respalden el veredicto. Sin embargo, también los realistas contemplaban que el juez emprendería una tarea de convencimiento y persuasión de la justicia del fallo. Lo fundamental es que, en Hart y los realistas, este fallo no se concibe como la conclusión de un razonamiento, sino como una solución particular y subjetiva que no vincula normativamente a jueces posteriores.
Como he insinuado, el mundo de Hart es un mundo en el que los juristas no están obligados a razonar, jerarquizar o poner en orden valores o principios morales. El problema es que aquel mundo ya no es el nuestro.
3.- El contexto de un Estado constitucional.
Los Estados de nuestro contexto cultural están dotados de una constitución escrita que declara principios y valores fundamentales. La característica fundamental de las constituciones contemporáneas es que estos principios y valores son normas justiciables: es posible plantear reclamaciones jurídicas fundadas directa y suficientemente en dichos principios, y no en las leyes que los desarrollan. Además de normas justiciables, algunos de estos principios son distinguidos como las normas de máxima jerarquía del ordenamiento jurídico: una ley del parlamento que vulnerase dichos principios debería ser anulada por la jurisdicción oportuna. La tendencia de los Estados a adherirse a tratados internacionales pródigos en declaraciones de principios y derechos fundamentales ha radicalizado este proceso de “principialización” de los sistemas jurídicos.
Los principios incorporan un desafío formidable para la interpretación y la aplicación judicial: la imagen de Hart de la “zona de penumbra” se nos queda pequeña para representar los problemas que implica perfilar su ámbito de validez. Los principios son normas muy generales y abstractas; como sus ámbitos de validez son muy vastos, entran continuamente en conflictos o competencias, y es frecuente que un caso pueda ser razonablemente incluido en varios principios y solucionado de forma diversa. Pero, en segundo lugar, los principios se diferencian estructuralmente de las reglas porque su ámbito de validez es abierto: no podemos aspirar a obtener una lista cerrada de sus criterios de delimitación; tampoco podemos contar con un elenco tasado o de numerus clausus de sus casos, y los conflictos sociales nos situarán incesantemente ante nuevos problemas de incorporación de un caso a un principio, valor o derecho fundamental. Por ejemplo, es posible que hayamos afianzado un criterio claro sobre si un determinado caso debe ser resuelto mediante la libertad de expresión o el derecho al honor: un periodista o escritor tiene derecho a dirigir críticas hirientes sobre la labor profesional o el estilo de vida de otro ciudadano mientras satisfaga un deber de veracidad y no insulte o injurie; sin embargo, es posible que al juez se le plantee un caso en el que el honor supuestamente vulnerado es de una persona ya fallecida, lo que quizá justifique una flexibilización del estándar de injuria o insulto4.
Que los modelos formalista y realista son insuficientes para describir cómo resuelven los jueces estos casos está ya acreditado desde las críticas de Hart. Pero el problema es que su propuesta − el recurso a la discreción judicial− es también problemática: nos estamos refiriendo a casos muy numerosos e importantes y, bajo su presunción escéptica sobre el razonamiento moral, el resultado es que remitimos decisiones cruciales −y no solo para la solución de un caso, sino para la configuración del sistema jurídico− al criterio particular, subjetivo e ideológico del juez. Sin embargo, una sentencia es un razonamiento público en el que debemos una justificación a los afectados, aunque solo sea porque, muchas veces, su conclusión impone cargas que pueden llegar a ser muy aflictivas. Por eso el razonamiento jurídico, como todo el razonamiento práctico, está afectado por una exigencia crónica de aportación de razones y justificaciones objetivas, argumentos que todos los afectados puedan reconocer como relevantes y aceptables.
De ese modo, un último presupuesto histórico en el desarrollo del nuevo paradigma es el resurgimiento de una actitud cognitivista sobre la moral, lo que significa el convencimiento de que, en los casos más difíciles sobre principios morales y políticos, hay una respuesta objetivamente mejor que otra, y no una mera elección subjetiva de preferencias ideológicas. Esta investigación moral versa sobre los principios morales y políticos públicos o constitucionales, y no sobre aquellos a los que el juez privadamente pueda prestar adhesión; pero, en su ordenación y análisis de estos principios, el juez desarrolla un razonamiento moral objetivo, y presume que su sistema ampara una de las respuestas en disputa. Según Dworkin, justificar esta actitud y superar el escepticismo no exige introducirnos en análisis metaéticos abstrusos: se justifica por razones internas a la práctica jurídica, y en concreto porque en ella, cada vez que se sucede un conflicto jurídico, abrigamos la percepción de que una de las dos partes tiene más razón que la otra5.
1 H.L.A. Hart: “American Jurisprudence through English Eyes: The Nightmare and the Noble Dream”, University of Georgia Law Review, 1977.
2 “Who Can Tell Right from Wrong”, New York Review of Books, 17 de julio de 1986.
3 The Concept of Law, 1ª ed., Oxford, 1961, p. 200.
4 De hecho, nuestro TC ha cambiado su criterio en este asunto: compárese la STC 172/1990 de 12 de noviembre FJ 4 y la 51/2008 FJ 6.
5 R. Dworkin: Justice in Robes, Cambridge, 2006, cap. IV