
Asistimos a una época en la que el concepto de libertad se ha convertido en estandarte ambivalente, que uno y otro bando enarbola en el campo de la batalla de la política, dejando al margen toda reflexión sobre el término. Atravesamos, igualmente, por un periodo de crisis de descrédito de la Carrera judicial, ligada a la apariencia de dependencia del poder político, que traslada el actual modelo de elección de jueces y magistrados. Ambos conceptos se encuentran ontológicamente ligados, lo que nos invita a dedicar unas breves líneas a lucubrar sobre el ejercicio libre de juzgar.
Decía Rousseau, en el Contrato Social, que “La libertad no consiste tanto en hacer la voluntad de uno como en no estar sujeto a la de los demás; todavía consiste en no someter la voluntad de otros a la nuestra», con lo que se pretende explicar el tránsito de la libertad natural, en la que el hombre actúa por mero instinto, con el consiguiente imperio de “la ley del más fuerte”; a la libertad civil, en la que la violencia se reemplaza por una libertad limitada por las leyes, en la que la paz es posible para todos. La limitación a nuestra libertad natural e instintiva es lo que nos lleva a la única libertad sostenible, mediante el sometimiento de los ciudadanos al imperio de la ley, de la que ellos mismos se dotan. No hay sociedades libres sin límites a sus ciudadanos, siendo necesario alcanzar el frágil equilibrio entre el desarrollo individual de la personalidad de cada sujeto y el bien comunitario, lo cual dependerá de la ideología imperante en cada sociedad democrática.
La libertad no consiste tanto en hacer la voluntad de uno como en no estar sujeto a la de los demás; todavía consiste en no someter la voluntad de otros a la nuestra
Jean-Jacques Rousseau, EL CONTRATO SOCIAL
Debemos preguntarnos dónde encaja la función social del Juez, llamado en última instancia a decidir sobre la corrección de los límites que a la libertad individual se establecen en beneficio común. Como hemos dicho, el equilibrio entre el desarrollo personal de cada ciudadano y los límites que se le imponen en pro del bien colectivo, necesariamente depende la ideología imperante en la sociedad en cada momento, canalizada mediante los partidos políticos y, a través de ellos, positivada por las Cámaras legislativas. Ello obliga a que quienes deben resolver sobre la transgresión de esos límites, queden despojados de toda mancha de imparcialidad, no ya solo de una manera sustancial, sino incluso meramente formal, pues la percepción social de que quienes hayan de juzgar sobre la corrección de esos límites, lo hagan aplicando criterios políticos, redundará en una percepción de quiebra del pacto social, y la consiguiente debilidad de Estado.
La función de juzgar no es una operación meramente mecánica, desligada de todo juicio de valor, sino que necesariamente implica la ponderación de determinados aspectos que no siempre se ven inequívocamente definidos en la ley que se aplica. No puede negarse que existe ese margen de libre albedrío judicial, sin que de facto tenga un peso relevante en la resolución de la inmensa mayoría de asuntos. El sistema de garantías y recursos procesales así lo impide. Sin embargo, la sociedad percibe la función judicial como una suerte de poder omnímodo del que los jueces nos servimos para satisfacer intereses oscuros. Ese descrédito, que debilita el Estado de Derecho en su conjunto, encuentra su razón en la denominación de origen que los magistrados que copan los más altos tribunales reciben, en función del color de quien nombra a los integrantes del CGPJ, que a su vez los eligen a ellos. La adscripción asociativa inevitablemente mancha la apariencia de imparcialidad del juez, cuando sistemáticamente los bloques progresista y conservador nombran a los miembros del CGPJ de entre los pertenecientes a dos asociaciones. La mancha se extiende, no solo sobre los adscritos a alguna de esas asociaciones, sino sobre el conjunto de la Carrera Judicial, rompiendo la confianza de la ciudadanía en aquellos que en última instancia están llamados a protegerlos. Poco importa que en la práctica se ejerza la función de juzgar con plena sumisión a la ley, y que los márgenes de interpretación sean ciertamente limitados, la apariencia de imparcialidad que genera el actual sistema impide una positiva percepción de nuestra función.
Solo es independiente el juez libre, siendo tal, no solamente el que se ve despojado de toda influencia de aquel que le nombra, sino aquel que no encuentra obstáculos materiales en su función de juzgar.
Pero aún existe una soterrada forma de cercenar la independencia del poder judicial, más allá del pernicioso sistema de nombramientos. Solo es independiente el juez libre, siendo tal, no solamente el que se ve despojado de toda influencia de aquel que le nombra, sino aquel que no encuentra obstáculos materiales en su función de juzgar. La infradotación de recursos materiales en la administración de justicia, impide que el contrapoder que en el pacto social se atribuye a los jueces, pueda operar con la eficacia que la ciudadanía reclama. La falta de recursos para ejercer la función judicial con las máximas garantías, solo puede favorecer a aquel que eventualmente puede verse perjudicado por su ejercicio. En el sistema de contrapoderes propio del Estado de Derecho, el judicial no es un verdadero poder, en el sentido positivo del término, sino un contrapoder, destinado a limitar la libertad “del más fuerte”, en este caso encarnado por quienes ostentan los otros poderes. Solo una verdadera conciencia democrática y de Estado por los titulares de esos otros poderes, dará lugar a una justicia verdaderamente independiente. Lamentablemente, en España la clase política ha dado elocuentes muestras de la ausencia de esa conciencia democrática, desoyendo las llamadas al orden de las instituciones supranacionales, manteniendo, igualmente, bajo mínimos, los medios con los que se dota a la justicia, posponiendo la necesaria reforma de un sistema judicial cuyos cimientos crujen por el peso de décadas de absoluto abandono.
Mientras tanto, a los jueces solo nos queda esperar que cale en la conciencia social la necesidad de un poder judicial libre e independiente y que, quien ha de garantizarlo, tenga la altura de miras y respeto a los principios democráticos para dar respuesta a una demanda social que espero sea alimentada por reflexiones como las que aquí se hacen.