
El otro día acudí rauda y veloz a la invitación de una buena amiga para disfrutar de la obra de teatro “Una habitación propia” basada en el libro homónimo de Virginia Woolf (1). Estaba preparada para el deleite que me proporcionaría la obra, pero no para cuestionar una palabra de la que me sentía tan orgullosa. En un momento de la representación, la actriz que encarnaba a Virginia Woolf hizo la siguiente reflexión: «“Mujeres” ¿no estáis hartas de esa palabra?». Así, después del cierre de telón, puse rumbo a mi casa sintiendo que esa pregunta se había instalado en mí de un modo inevitable.
¿Qué significaba? ¿Se podía estar harta de una palabra que encierra tanta potencia, lucha y belleza? La propia Virginia Woolf explica en su ensayo que, cuando ella consiguió una renta anual fija y se pudo permitir disponer de su habitación propia, empezó a sentir como, de forma paulatina, dejó de estar enfada con la sociedad patriarcal. Se reconcilió con el género masculino porque, sencillamente, ya no podía limitarla. Y aquí es donde está la clave de la respuesta.
Cuando actuamos desde lo que nos define (ser mujeres) y no desde lo que somos (seres humanos) abandonamos nuestra esencia, nos perdemos
El término “mujeres” siempre ha representado un colectivo de seres humanos que actúa como un único organismo vivo y que lucha con toda su inteligencia, su cuerpo y su fuerza para salir de la situación de discriminación histórica en la que siempre se ha encontrado. Un colectivo, en definitiva, dotado de una potencialidad que me maravilla y me inspira.
No obstante, si descendemos de lo colectivo a lo individual, si dejamos de hablar del colectivo “mujeres” para pasar a hablar simplemente de las mujeres, la respuesta a la pregunta formulada en la obra es que sí, sí estoy harta de la palabra “mujeres”.
Como explica Minna Salami en «El otro lado de la montaña» (2) el hombre ha perfilado las características de nuestras instituciones políticas, culturales y religiosas, creando lo que esta autora denomina “identidad normativa”, de modo que se ha ido generando un constructo social sobre cómo hay que pensar, actuar o amar desde la perspectiva del hombre. La consecuencia es que el hombre ha generado su identidad a través de sí mismo y, al mismo tiempo, ha generado la de la mujer a través de la perspectiva de lo que no es ser hombre. De esta manera, tenemos una identidad genuina y una identidad por descarte. Como dice esta autora, identificar la identidad del hombre como la identidad normativa ayuda a las mujeres a ubicarse en un plano más efectivo a la hora de reclamar los derechos que le son propios, pero con un peligro realmente perturbador y es que, cuando la identidad de un género construye todos los espacios en los que se desarrolla el individuo, esa identidad se convierte en la única posible, de manera que las otras identidades quedan reducidas a la disconformidad. Así, cuando una mujer reivindica su identidad “se convierte en una dramatización esencialista. Cuando la identidad se convierte en munición, la batalla está perdida”. Porque cuando actuamos desde lo que nos define (ser mujeres) y no desde lo que somos (seres humanos) abandonamos nuestra esencia, nos perdemos.
Estamos hartas de ser mujeres porque nos estamos configurando antes como género que como persona
Así que sí, sí estamos hartas de ser mujeres porque nos estamos configurando antes como género que como persona. Cuando alguien vive desprendido de cualquier pertenencia a una identidad, se configura como un ser autónomo libre de cualquier sesgo. En cambio, las mujeres necesitamos ser mujeres antes que individuo porque necesitamos descifrar todas aquellas discriminaciones que están siendo perpetradas por razón del género. Por lo tanto, cuando tenemos que abandonar ser individuo para pasar a caracterizarnos a través de ser mujer, nos estamos configurando de forma limitada.
Me gustaría poner un ejemplo práctico sobre esta cuestión. En la Escuela Judicial se preguntó a los hombres cuántos de ellos querían ser padres, respondiendo todos afirmativamente. En cambio, cuando se hizo la misma pregunta a las féminas, apenas respondieron en sentido positivo la mitad de las presentes. La razón de esta diferencia de comportamiento está en que las mujeres, sabedoras de las limitaciones que supone el ser madre, no pueden abrazar con la misma libertad que los hombres esa misma opción, ya que tienen muy presente el gran corsé económico, laboral y personal que les va a suponer esa decisión.
Este ejemplo escenifica la limitación desde la que nos estamos construyendo las mujeres; una limitación cronificada que nos obliga a renunciar constantemente a una parte de nuestro ser en pos de poder llegar a ser. Aceptamos ser género con el objetivo de poder llegar a ser individuo.
1 Una habitación propia es un ensayo escrito por Virginia Woolf, publicado por primera vez el 24 de octubre de 1929.
2 O “Sensuous Knowledge: A Black Feminist Approach for Everyone, de Minna Salami, siendo su primera edición de noviembre de 2020.