¿Quién pide humildad a quién?

¿Quién pide humildad a quién?

24 de enero de 2022

Una respuesta al Magistrado Gustavo Martín a propósito de Michael Sandel.

En los estudios jurídicos, la teoría de la justicia ha sido clasificada tradicionalmente como una disciplina disociada o extrínseca: esta podría ser admitida en los planes de estudios de derecho a modo de complemento cultural, pero bajo la presunción de que las investigaciones de esta disciplina no solo no tienen relación alguna con las tareas propias del jurista, sino que no deben tenerla. La hegemonía creciente de los principios del sistema jurídico, en especial los que reconocen derechos fundamentales, ha matizado este punto de vista. El hecho de que un magistrado como Gustavo Martín reflexione sobre meritocracia en una revista que versa principalmente sobre argumentación jurídica es una confirmación muy elocuente de este cambio de tendencia.

…Defender la meritocracia supone una exigencia de humildad mucho más injusta que la denunciada por Gustavo Martín

Si hablamos de meritocracia, hablemos de los méritos del escrito de Gustavo Martín sobre la monografía de Sandel La tiranía del mérito1. Creo que el principal es haber identificado con acierto algunos de los puntos más vulnerables de la obra: 1) Las opiniones de Sandel sobre el papel de la meritocracia en el sistema educativo. 2) El asentamiento de la organización política del Estado sobre un concepto comunitario de bien común y sobre un catálogo de virtudes morales individuales. Sin embargo, el escrito de nuestro magistrado también sufre, a mi juicio, una carencia fundamental: absuelve a la meritocracia, y no cuestiona en ningún momento que mérito y esfuerzo sean los acreedores más justos de rentas y riquezas (3). Es posible que Gustavo Martín, simplemente, haya eludido esta cuestión por razones de espacio o porque, como afirma en su escrito, Sandel apenas explica el concepto de mérito. Pero no creo que este sea el caso: donde el juez Martín eleva su protesta de forma más sonora es contra la exhortación moral a la humildad que Sandel dirige especialmente a los afortunados en mérito. Si esta reclamación le parece tan injusta, ello supone que, para nuestro interlocutor, la posesión de mérito sí debe ser juzgada como un crédito moral suficiente. El problema es que defender la meritocracia supone una exigencia de humildad mucho más injusta que la denunciada por Gustavo Martín (4). En lo que sigue, trataré de formular de modo más preciso estas cuatro ideas.

(1) En la selección de admitidos en muchas universidades, Sandel aprecia un número excesivo de alumnos de clases altas. Para combatir este clasismo, en especial allí donde sean muchos los llamados y pocos los elegidos, sugiere la idea de resolver la cuestión mediante un simple sorteo o lotería entre los miles de candidatos.

Es lógico que Gustavo Martín se muestre severo con este planteamiento. También es lógico que el planteamiento de Sandel esté condenado al fracaso, porque el principio meritocrático sí debe desempeñar un papel fundamental en el sistema educativo, así como en la selección de alumnos admitidos. Se puede ser todo lo crítico que uno quiera ante el uso del talento o el esfuerzo en la distribución de bienes y riquezas (yo mismo trataré de serlo a continuación); sin embargo, en el sistema educativo, no creo que sea posible aducir un principio que destrone al de “carreras abiertas a talentos en condiciones de igualdad de oportunidades”.

Por supuesto, el problema de las desigualdades económicas es que, como explica Michael Walzer, estas tienen un efecto invasor en otras esferas de justicia2, y se filtran particularmente en el sistema educativo. Pero el modo de combatir el fenómeno es mostrándose exigente en la distribución igualitaria de bienes y recursos, y no implantando sorteos de alumnos. Por último, existe una segunda vía por la cual las desigualdades sociales se filtran en la universidad; esta se manifiesta cuando, además de por el rendimiento académico, la admisión se condiciona a una serie de actividades extracurriculares elegidas desde estándares perfeccionistas, tales como la práctica del deporte, el cultivo de las artes o el ejercicio de la caridad privada. Lo que sorprende es que Sandel recele de estas exigencias tan arraigadas en la universidad anglosajona: condicionar una recompensa social al desempeño de una virtud o al acercamiento a un modelo antropológico o perfeccionista concuerda espléndidamente con su crítica al liberalismo y la neutralidad moral.

Además de no ser meritocráticas, nuestras sociedades no deben serlo: el mérito y el esfuerzo son, moralmente, títulos falaces.

Pospongo brevemente el punto 2) para abordar el 3) y, con ello, juzgar el modelo meritocrático de justicia, según el cual los bienes y riquezas deben distribuirse en función del mérito y el esfuerzo, es decir, de las capacidades o las dotaciones físicas y psicológicas del individuo. Afirma Gustavo Martín que lo preocupante de La tiranía del mérito es “que alguien se lo tome realmente en serio”; me temo que voy a preocupar mucho a un magistrado, porque no solo concuerdo en este punto con Sandel, sino que me parece suficiente para tener su obra en gran estima.

3) Sandel percibe con acierto la gran paradoja filosófico-política de nuestro tiempo: nuestras sociedades se dicen meritocráticas, y no lo son en absoluto. Me permitiré aportar una prueba: si lo fueran, en lugar de mermar o suprimir los impuestos sobre sucesiones y herencias, los habrían reforzado drásticamente. La meritocracia funciona en realidad como un “mito”, una cobertura ideológica con la que se justifica una desigualdad fraguada mediante otras vías.

Además de no ser meritocráticas, nuestras sociedades no deben serlo: el mérito y el esfuerzo son, moralmente, títulos falaces. La mayor dotación de bienes y riquezas de unos frente a otros exige la aportación de un título moral que legitime o justifique estas dotaciones superiores. Sin embargo, usted no será capaz de satisfacer este requisito si sus bienes no solo no provienen de acciones de las que usted sea autor o responsable, sino que dependen de unas dotaciones naturales repartidas azarosamente por lo que J. Rawls llamaba la lotería natural3, el azar genético o la distribución aleatoria: herencia puramente aleatoria es que la naturaleza le haya provisto, por ejemplo, de una cierta cantidad de materia gris en el cerebro, o de una salud de hierro. Por eso no apreciamos inmoralidad o desmerecimiento en quienes, simplemente, hayan nacido con una menor dotación de materia gris, o con una salud precaria. No solo no apreciamos demérito, sino que sentimos estos juicios como especialmente injustos. Por eso juzgamos especialmente repugnantes las discriminaciones por razón de sexo, etnia o raza: en ellas no menospreciamos por lo que uno haya dicho o hecho, sino por cómo uno es o haya nacido, circunstancias de las que no somos responsables y que no podemos evitar. En suma, creo que Rawls acierta plenamente cuando afirma que su argumento de la lotería natural es un truismo, una perogrullada, una obviedad moral4.

4) ¿Qué opone Sandel a la meritocracia? Gustavo Martín cree que su propuesta se resume en reclamar humildad a los afortunados. Lo cierto es que la sugerencia política es otra, y de ella me ocuparé al final. Antes, creo que merece algún comentario esa supuesta demanda sandeliana de humildad.

Aunque ubicada en la sección final de su libro, la apología de la humildad a la que se refiere nuestro interlocutor está lejos de tener la misma substancia que la que tiene en otros autores comunitaristas, y no trata de encumbrar la humildad al rango supremo de las virtudes ciudadanas. En MacIntyre, por ejemplo, la humildad es una virtud imprescindible para adquirir las demás virtudes morales, porque la práctica de la moral solo es posible reconociendo que es mucho lo que ignoramos, e imitando después la práctica de aquellos a los que podemos distinguir como maestros o modelos. “Humildad”, como es sabido, proviene de “humus”, tierra, y por ello nos insta a inclinarnos hacia ella como señal de reconocimiento de nuestros límites. Sandel, sin embargo, se limita a expresar lo siguiente: “Ser muy conscientes del carácter contingente de la vida que nos ha tocado en suerte puede inspirar en nosotros cierta humildad. «Yo también estaría así de no ser porque Dios o la casualidad no lo han querido». Esta humidad es el punto de partida del camino de vuelta desde la dura ética del éxito que hoy nos separa” (p.292). Creo que Sandel se limita aquí a reiterar el argumento de la lotería al que antes nos referimos: no hay título moral alguno por ostentar dotaciones naturales cuya distribución escapa a nuestra competencia. En realidad, los supuestos destinatarios de esta exhortación a la humildad, lo más afortunados por su talento supuestamente superior, inspiran a Sandel algunas muestras de compasión: la meritocracia impone una carrera de obstáculos continua (233), somete a los niños de clases medias y altas a un régimen draconiano de deberes y estudios (229), y es frecuente que estos, años después, lleguen a la universidad aquejados de múltiples dolencias psicológicas (230). Y, como el texto antes mencionado se limita a repetir el argumento de la lotería, lo que puede concluirse es que, más que pedir humildad, Sandel se limita a observar a los afortunados un hecho elemental y, con ello, a decirles la verdad: no hay crédito ni merecimiento moral en el hecho de haber nacido privilegiados en dotaciones naturales, porque nada han hecho para obtenerlas.

…Por mucho que entrene no llegaré nunca a ser Messi; ni siquiera Carlos de la Nava, máximo goleador del Unionistas de Salamanca…

En realidad, no hay conminación a la humildad más terminante que la que en una sociedad meritocrática dirigen los más a los menos afortunados. Cuando menos, un neoliberal estricto reconoce que nuestra mala suerte depende de las condiciones empíricas desde las cuales negociamos nuestros tratos y contratos, que pueden ser muy desfavorables. Para la meritocracia, sin embargo, en estas situaciones estamos desprovistos de los títulos o merecimientos morales debidos y, de ese modo, estamos sujetos a reproche moral. Como el reproche fundado en la falta de dotaciones naturales parece demasiado severo, la meritocracia se sirve del subterfugio de la falta de esfuerzo: presume que el esfuerzo puede suplir el mérito, y se sirve de una psicología naíf llena de eslóganes adocenados (“si quieres, puedes”; “si te esfuerzas, conseguirás todo lo que te propongas”) para denunciar el fracaso como abulia, indolencia u holgazanería reprobables. Pero, diga lo que diga esta psicología del “triunfo de la voluntad”, por mucho que entrene no llegaré nunca a ser Messi; ni siquiera Carlos de la Nava, máximo goleador del Unionistas de Salamanca. Si las desigualdades se tornan extremas −y la meritocracia, descontados los costes de facilitarle la carrera a los mejores, sin duda las permite−, cualquier reclamación de los menos afortunados será pura insolencia y, como sentencia Sandel, los menos afortunados “están invitados a culparse a sí mismos” (105). Si “humildad” es inclinar la cabeza o postrarse en tierra, resulta muy claro quién exige aquí humildad.

4) Si el mérito es, moralmente, una falsa moneda, ¿qué título moral podemos exhibir para acreditar la legitimidad de nuestras posesiones, o para aseverar que tenemos derecho a muchas más? Sandel recurre aquí a su filosofía comunitarista: el individuo es en buena medida un producto de la cultura y las prácticas sociales de la comunidad en que se integra, y si hay algo de mérito en sus actividades es porque su comunidad así se lo reconoce. El concepto de bien común se convierte así en una premisa fundamental. Sandel sugiere sustituir la “justicia distributiva” por una “justicia contributiva” según la cual mi recompensa económica debe estar determinada por mi contribución al bien común. Para llenar de sentido este concepto, cada comunidad establecerá un catálogo o una jerarquía de fines y de valores morales colectivos, y deberán ser recompensados aquellos individuos cuya actividad contribuya en mayor medida a maximizarlos. De ese modo, “el valor de lo que aportamos depende más bien de la importancia moral y cívica de los fines a los que sirven nuestros esfuerzos” (p.268). El trabajo se convierte en una actividad primordial “integradora de la sociedad” (271); fiscalmente, ello no se traduce por fuerza, como supone Gustavo Martín, en subir impuestos, sino en desplazar la carga fiscal de la economía productiva (es decir, de las cotizaciones de empresarios y trabajadores) al consumo, la riqueza y las transacciones financieras” (281). Por último, estos fines no pueden lograrse únicamente mediante un código de reglas o leyes, sino que es preciso un verdadero “florecimiento humano” (272); el Estado no puede ser moralmente neutral, sino que debe promocionar las actitudes morales y las virtudes ciudadanas que coadyuven a lograr los valores públicos que cada comunidad promocione.

Creo que nuestro magistrado hace muy bien desconfiando de estas ideas. Sandel edifica la constitución política de un Estado sobre estipulaciones morales substantivas y robustas que alcanzan la ética del trabajo, qué profesiones satisfacen de mejor forma los valores comunitarios y qué virtudes morales debe desarrollar un individuo. Estas premisas se concilian muy difícilmente con Estados como los nuestros, en los que sus ciudadanos hablan idiomas morales diferentes, y donde la pluralidad de planes de vida y concepciones del bien es ya inextinguible. La teoría de Sandel no dudaría en condenar el cultivo de planes de vida poco conciliables con su idea de bien común. Pensemos, por ejemplo, en un individuo cuyo plan de vida fuese la ociosidad, y que estuviera dispuesto a obtener menos rentas a cambio de ganar muchas más horas de ocio extraordinario; quienes cultivaran estos planes, no solo merecerían el reproche de injusticia como ciudadanos que incumplen sus deberes públicos, sino también el reproche de inmoralidad como hombres o individuos que no persiguen en sus vidas el camino recto o no aspiran a los fines apropiados. Desde el pluralismo de concepciones del bien hoy vigente, nuestras sociedades no pueden alcanzar ese consenso sobre fines morales y cívicos que está en los cimientos de la construcción de Sandel, y apelar a nuestras tradiciones comunitarias tampoco facilitará esa tarea, porque esa supuesta uniformidad moral y cultural quedó resquebrajada hace tiempo.


1 Cito por la traducción de Albino Santos en Barcelona, Debate, 2020.

2 Spheres of Justice, New York, Basic Books, pp.315-325.

3 A Theory of Justice, Cambridge, Harvard UP, secciones 74 y 75.

4 Justice as Fairness: A Restatement, Cambridge, 2001, p. 74.

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